Relatos bonilleros (iv)


¡ Albricias, hermanos !

No podía ni imaginarme yo la entusiasta acogida a los piadosos relatos bonilleros que os vengo offreciendo en las últimas semanas, con el patronazgo de los santos correspondientes. Decenas de comentarios, casi un centenar de emails privados pidiendo detalles, pancartas delante del mocholoft, clubs de fans del milagro bonillero, coros de fervorosos devotos cantando aleluyas...

Qué alegría, no quepo en mí de gozo y levito en éxtasis.

No te voy a defraudar, amiga y, como continuación a los relatos 1, 2 y 3... aquí va el cuarto.

Recuerda que para no dejarte los ojos leyendo debes mantener pulsada la tecla CONTROL de tu teclado y a la vez aprietas la tecla + unas cuantas veces.

Señoras, señores, señoras, los relatos bonilleros calzan zuecos y adoptan olor a sal porque, bajo la atenta mirada de Santa Sheila la Sorprendida, aquí llegan...

AIRES NORTEÑOS

Angelita Sainz de Mier (y basta) era una montañesuca alta y delgada como su madre, morena, salada, aunque a pesar de tener tan bonito y celestial nombre se la conocía como Currina, la hija de "la Ricarda" y de Pepe "el Tachuelas" y así la llamaremos nosotros de ahora en adelante por no ser menos y por ajustarnos fielmente al desarrollo y veracidad de esta historia.

Desde que era un tierno infante se crió Currina con sus padres y hermanos en el Barrio Pesquero de Santander, cuando aún conservaba todo el aire y el encanto de un poblado de pescadores y en lugar de modernos radio-relojes despertadores con sonido estereofónico las "llamadoras" se levantaban antes que el gallo e iban vociferando de puerta en puerta los nombres de la tripulación de aquellos barcos de los que cada una era responsable: "Tachueeeeelaaaaaas..., a la maaaaar" vociferaba Fania a las tres de la mañana para que Pepe, el padre de Currina, y el resto del vecindario supiesen que ese día "La Gaviota" zarpaba rumbo a la costera del calamar.

La vida en "el Pesquero" discurría apacible y tranquila, tan solo alterada por las enganchadas de las pescadoras que, en ausencia de sus maridos, aprovechaban cualquier motivo y ocasión para enzarzarse en plena calla en animada discusión por un quítame allá estas pajas, algo así como los "picadillos" de las aguadoras de aquella famosa zarzuela pero con la particularidad de que estas no se andaban con las sutilezas de las madrileñas y lo que brotaba por su boca haría empalidecer incluso al mas rudo y basto de los carreteros y así, del "cagoenlaputamadrequeteparió" (con perdón) se pasaba a la bofetada hasta que alguien, desde una ventana, gritaba "enganchadaaaaa" y todo el barrio acudía a ver como la Maruca y la Sarito se prodigaban de guantazos y empellones mientras por sus bocas de dientes de perla salían, figuradamente, sapos y culebras. Eso sí, en la misa dominical en la Iglesia del Carmen, las dos se saludaban tan cordialmente porque los pescadores y sus mujeres son muy devotos de su patrona y en aquella santa casa no se tolera la discordia.

La infancia y adolescencia de Currina transcurrieron aquí, en los tiempos difíciles y duros del racionamiento. Era la única hija del matrimonio y con su padre siempre en la mar y su madre trabajando en la fabrica del betún le tocó desde muy joven cuidar de la casa y de sus dos hermanos. No obstante, la chica salió espabilada y supo sacar provecho de su corto periodo escolar para adquirir una cultura básica y el resto lo aprendió por si misma, en plan autodidacta, porque la joven era lista y tenia un "cachet" natural que le hacia destacar y si se lo proponía daba el pego y nadie fuera del barrio (salvo que estuviese desmelenada), viéndola tan bienhablada, podría llegar a pensar que aquella mocita de grandes pestañas y con facciones "a lo Sofía Loren" era la hija de "la Ricarda" nacida y criada entre anzuelos y redes.

A esto, todo hay que decirlo, también contribuyó la madre de nuestra protagonista que, aunque mujer de poco din, era de mucho don y en aquellos tiempos del pluriempleo, mientras su marido faenaba, ella trabajaba en la fabrica del betún por las mañanas y en una pescaderia (donde se encontraba como pez en el agua, nunca mejor dicho) por las tardes, para ganar unas perras y poder "acaldar la casuca" y vestir a su hija "a todo trapo" porque la niña era la ídem de los ojos de su absorbente y dictatorial mamá pero... cualquiera llevaba la contraria a "la Ricarda", vamos, mujer de armas tomar, todo el mundo le tenía más miedo que a un nublado y más valía, como aquel cantar, seguirle la corriente... y no tenia más placer la señora que contarle a todo el mundo la última obra que había hecho en casa o el dineral que se había gastado en tal o cual sortija o vestido para su nena. Esa es una de las cruces que ha tenido que soportar nuestra protagonista durante toda su vida: su mamá. De la otra nos ocuparemos algo más adelante...

Con dieciséis años, siendo ya toda una mocita, entró Currina a trabajar de acomodadora en el cine del barrio y fue allí, precisamente, donde conoció a Uchi, el cámara, o mejor dicho, él la vio y se quedó prendado por aquella réplica de la lozana italiana que vestida de uniforme, linterna en mano y sonrisa deslumbrante, recibía y conducía a los rezagados por la oscuridad mientras ya sonaban los compases del NO-DO. Al principio, todo hay que decirlo, Currina no prestó mucha atención al chico que venía a proyectar las películas de "Yon Vaine" y "Rita Jeibor" (entre otras) porque, por aquel entonces, bebía los vientos por Esmeraldo, el hijo del dueño de la tienda de ultramarinos que era guapísimo, "demasiado para ser un hombre", como decían los rudos pescadores pero, ¡ay!, al saberlo doña Ricarda le prohibió rotundamente a su retoño que siguiese por ese camino porque, según se decía, comentaba, rumoreaba, el chico era tísico... y la madre no paró hasta truncar aquella historia de amor, pero ya se ha dicho antes que más valía no discutir con doña Ricarda quien, como no, quería lo mejor para su niña (y eso que emparentar con el dueño de la Única tienda de ultramarinos del barrio no era mal apaño pero... la salud de su hija estaba por encima de todo).

Uchi, perdidamente enamorado de "su paloma" y decidido a dar un final feliz a tan triste historia, se volcó en requiebros y atenciones hacia Currina y, finalmente, transcurrido un tiempo prudencial, se armó de valor para declararle formalmente su amor una noche, en la cabina de proyección, mientras en la pantalla se besaban Rock Hudson y Doris Day y, para su sorpresa y regocijo, Currina dijo sí. Tampoco le pareció mal chico a Ricarda, después de hacerle exhaustivamente el padrón y cerciorarse de que no padecía o había padecido enfermedad maligna o contagiosa y aunque el mozo procedía de una familia modesta de Peñacastillo, éste era educado y trabajador y en parte quedó deslumbrada por su buen porte y finos modales y consintió el noviazgo de su hija con el cámara, que no era tal sino que trabajaba en una imprenta de Santander pero por las noches recorría en moto los cines de barrio pasando películas para sacarse un sobresueldo y aquello del "sobresueldo" si que acabó de convencer a su futura suegra.

Transcurrido el plazo de rigor se formalizó el compromiso y se fijó la fecha de la boda con la supervisión de doña Ricarda, por supuesto, quien se encargó de todos los detalles y dispuso todo a su gusto, incluido el traje que debía lucir su querida hija: largo, de terciopelo negro, con sombrero y velo corto, para dar el campanazo, pese a las protestas de Currina quien, lógicamente, deseaba ir de blanco al altar aunque de nada sirvieron. También se encargó su madre de organizar y pagar el banquete y de pregonar posteriormente cuánto costó y, aún así, con lo que sobró abrió a nombre de los recién casados una cartilla con ¡dos mil pesetas! (de las de entonces, claro) y, generosamente, también se brindó a dar cobijo a la pareja en su casuca por aquello de no perder a una hija sino ganar a un hijo y el flamante matrimonio, resignado y falto de recursos (no olvidemos que entonces se regalaban cuberterías, molinillos y vasos, no sobres con billetes dentro) dijo sí.

Tras la luna de miel que fue en Bilbao, la feliz pareja volvió al Pesquero y se dispusieron a vivir felices y comer cocido pero... precisamente fue la cuestión culinaria la que detonó el desastre. Efectivamente, una noche estaba Currina preparando la cena para su marido, un par de huevos fritos, cuando llegó Ricarda que había tenido, todo hay que decirlo, un mal día en la pescadería y había discutido con una cliente que osó decirle que la merluza no era fresca... vamos, eso era lo último. A ella le iban a enseñar a distinguir el pescado. Entonces lo vio: dos huevos fritos en el plato. ¡Que dispendio! ¿Para eso se mataba ella a trabajar?. ¿Es que no le bastaba solo con un huevo? Y se desató la galerna del Cantábrico y la gresca que tuvo lugar no se reproduce para no herir la sensibilidad del lector. Baste decir que al día siguiente el matrimonio se mudó a un pisito de protección oficial que encontraron en el centro de Santander, en la calle Méndez Núñez, a pagar durante treinta años en cómodos plazos. Huelga decir que Currina estaba encantada y aún hoy es el día que este autor tiene la duda de si el episodio de los huevos fue casual o astutamente premeditado por nuestra protagonista para librarse del férreo control materno...

El ambiente de la ciudad obró milagros en Currina, quien, como se ha dicho antes, estaba dotada de una innata predisposición al boato y señorío y así se codeaba con "el todo Santander" paseándose con garbo por el Paseo de Pereda como tomaba el sol en el Sardinero o se sentaba junto a los Pombo (aprovechando que en el taller de su marido imprimían las entradas e invitaciones y alguna le regalaban) cuando acudía a alguna representación del Festival Internacional en la Plaza Porticada, sorprendiendo a propios y extraños (sobre todo a los que la veían siempre paseando sola, embarazada y con niños de la mano porque, eso sí, Uchi seguía mas pluriempleado que nunca para mantener dignamente a su paloma y sus cuatro retoños).

Pero algo vino a cambiar la vida apacible y marujil de nuestra protagonista que, como hemos dicho, siempre tuvo grandes inquietudes y al llegar a esa edad tan crítica y delicada por la que atraviesan todas las mujeres se encontró con los hijos casados, un marido de costumbres fijas que no perdonaba la siesta ni los bolos y se sintió vacía, con la sensación de que algo le faltaba, no sé, un aliciente, "sensaciones fuertes". Al fin y al cabo, en su madurez placentera, todavía era una mujer resultona y no se resignaba a llevar una vida monótona y gris. Mas ¿que hacer para matar el hastío?

En estos pensamientos se debatía hasta que, una noche, de pronto, lo descubrió. Fue en el Club Marítimo, durante un cóctel al que había acudido con su marido que también era socio-presidente de la Federación de Regatas y mientras se paseaba sola por los salones, con una copa de jerez en la mano, dejando a su marido enfrascado en animada discusión con otros socios sobre la ciaboga de tal o cual trainera... vio sobre la entrada de uno de los salones un cartel luminoso:

B.. I.. N.. G.. O.. B.. I.. N.. G.. O..

y atraída por una letanía que le recordaba el juego de la lotería penetró en el salón y quedó deslumbrada por lo que allí vio: en un silencio sepulcral, frente a un gran panel luminoso, decenas de personas se aplicaban en tachar afanosamente sobre un cartón los números que una señorita, con voz perfectamente modulada, iba cantando de unas bolas que, como por arte de magia, surgían aspiradas por un tubo de una gran pecera... Otra señorita que pareció surgir de la nada, con voz suave y susurrante le indicó que allí no se podía estar de pie y amablemente le invitó a ocupar un sitio... tal vez fuese el mismo diablo hecho mujer... nuestra protagonista dudó un instante y... aceptó.

Guiada por un instinto natural y ese "savoir faire" del que ya hemos hablado, le bastó tan solo con observar la partida en curso para captar la mecánica del juego y cuando a los pocos minutos otra señorita se acercó con nuevos cartones posó su copa sobre la mesa de mármol y con gesto práctico e indolente extrajo de su bolso un billete (rebuscar monedas hubiera sido vulgar) y adquirió un cartón, para probar suerte, sin saber que aquel sencillo gesto transformaría su vida y, exactamente cuarenta y cinco segundos más tarde... cantaba su primer ¡Bingo! por el que le abonaron una bonita cantidad que se embolsó con gesto sereno y dejando una generosa propina a la joven que tan primorosamente le traía el dinero en una bandeja, notando sobre sí las miradas envidiosas de los presentes ante la suerte de la primeriza. Con controlados movimientos y una fuerte descarga de adrenalina abandonó la sala pensando: "¿Y esto estaba aquí y yo sin enterarme?".

A partir de entonces su vida cambió y cada tarde, a eso de las cinco, se acercaba a la calle del Martillo para probar fortuna y experimentar esas ansiadas emociones que tanto echaba en falta. Como aprendía rápido pronto se convirtió en una binguera veterana y ni uno ni dos cartones le bastaban, de tres en tres los jugaba y hasta con una docena al mismo tiempo hubiera podido de permitírselo su economía. Había que verla, compuesta y enjoyada, saludando a diestro y siniestro a los habituales, parapetada tras unas grandes gafas ahumadas y un gran abanico, haciendo de vez en cuando una seña imperceptible a uno de los camareros entre pausa y pausa para que se acercase y pedirle en voz baja (allí el silencio era sagrado):
- "Un beilis con dos piedrucas de hielo, por favor"

Pero la fortuna y la suerte eran esquivas y el ansia de Currina cada vez mayor. Las visitas eran diarias y pronto tuvo que construir una delicada trama de compromisos y encuentros casuales para justificar el motivo de su tardanza en llegar a casa por la noches, siempre sofocada y jadeante, por tener que subir corriendo la Cuesta de la Atalaya y ocultando las manos manchadas con tinta de rotulador. Su carácter cambió y se volvió más cáustico, más belicoso y hasta hobo ocasión en que llegó a desear que su marido tuviese algún lío y se inventara un viaje para poder trasnochar ella a gusto que era cuando los bingos se cotizaban más altos y no a la hora del café pero no, Uchi seguía bebiendo los vientos por "su paloma" y era tan puntual como un Omega: ¡se jodió mayo con llover!

Al cabo de un tiempo la falta de recursos se hizo patente, el jornal de su marido no le llegaba, las trampas eran muchas y diversas pero la argucia de Currina para obtener fondos la llevó al Monte de Piedad donde fueron a parar, empeñadas una a una, los pendientes y sortija de corales, las pulseras de oro y los anillos y demás joyería de la que con tanto sacrificio había dotado Ricarda a su hija y donde, según tiene constancia el autor, allí siguen todavía, pendientes de ser desempeñados a la espera de esa racha de suerte que la pitonisa a la que acudía todas las semanas para echarse las cartas le auguraba aunque no precisaba y Currina, desesperada, suspiraba por el milagro que no acababa de llegar.

Poco podía imaginar que éste llegaría de la mano de su madre quien, sin consultárselo y dándolo por sentado, arregló con el Inserso un viaje a la Manga del Mar Menor inscribiendo también a su hija y a su yerno y como ella corría con todos los gastos y ya sabemos que no admitía un "no" por respuesta, no le quedó al matrimonio más remedio que ir a pegar la manga a Murcia, acompañando a la infatigable Ricarda a quien el cuerpo le pedía turismo y, aconsejada por el simpático recepcionista del hotel, una vez allí se encargó de inscribir a todos en una excursión al Bonillo con motivo del aniversario del milagro del Cristo sudoroso, con la comida incluida, por supuesto.

Así fue cómo Currina tuvo conocimiento de lo que sucedió la mañana del segundo domingo de cuaresma de 1640 en la casa de Antón Díaz y mientras escuchaba distraídamente adormecida, los ojos entornados tras sus grandes gafas de sol, camino del Bonillo, la historia del relato piadoso que el guía iba narrando con voz gangosa por el micrófono, algo le sacó repentinamente de su amodorramiento, una palabra que le hizo pegar un respingo: "m-i-l-a-g-r-o" e, inmediatamente, fue todo ojos y oídos. Aquello podía ser la solución a sus problemas, el talismán del que hablaba la vidente, la llave que le haría cantar siempre 'Bingo!. Si Pachiquín tuvo el brazo incorrupto de Santa Teresa... ¿por qué no podría ella tomar prestado...? Después de todo puede que no fuese tan mala idea esa visita al Bonillo... y se recostó en el asiento echando una mirada penetrante al folleto que les habían entregado al subir al autobús donde figuraba la imagen del Cristo sudón.

Sestao, 7 de julio de 1996

5 comentarios :

Efter dijo...

Alguien debería hacer una ópera con estas historias. El argumento es de lo más indicado.

Mocho dijo...

Una ópera no, hombre, en todo caso un oratorio, cantata o unos lindos motetes.

quéinsólito dijo...

Anda! tiene vd un señor premio esperándole!

quéinsólito dijo...

Mis premios para vd, siempre tendrán la puntita manchada de marrón, y una semillita de sésamo del burguerking de anoche.

Peritoni dijo...

Ains, este no lo recordaba...
Por cierto, el señor Quéinsólito se refiere a lo mismo que las semillitas del kiwi en el papel?

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