Relatos bonilleros (iii)


Señoras y señoras.

Después del éxito de visitas y comentarios cosechado con las dos anteriores entregas (1,2), aquí va el tercero de los relatos bonillerooooos:

AMPARITO, LA FILLA DEL MESTRE. (Amparito, la hija del maestro)

Era Amparito famosa en toda Ruzafa, no sólo por ser la filla del mestre , Don Ximo, sino por su belleza, por su simpatía y por su porte tan elegante como las chicas de la capital. Morena de ojos rasgados y pelo ensortijado y negro como la pez, tenía en sus labios siempre una sonrisa que cuando cesaba dejaba en su cara un aire de misterio profundo, como las mujeres que pintaba don Julio Romero.


Vivía Amparito con sus padres en una casa de pisos frente al mercado de Ruzafa. Era una casa, que si bien no se podía comparar con las de lujo de Valencia, era de lo mejor de toda la contornada, y es que su padre don Ximo era propietario desde los tiempos de sus abuelos de unas huertas que eran de las pocas que quedaban entre Ruzafa y la capital. Valencia crecía hacia allí y el precio del suelo subía cada año. Así pues, don Ximo iba vendiendo terrenos, almacenando unos dinerillos y aburguesándose hasta tal punto, que su mujer na Amparo, lo llamaba "Joaquín". ¡Dios!, cuando decía "mi Joaquín" en alguna parada del mercado, las vecinas daban un respingo, como los escolares de "don Joaquín" al rechinar los clariones en el encerado. Y es que en aquella época no había mas que soltar alguna palabra en castellano para parecer la marquesa del Potet. Ya era la comidilla del barrio lo ricos que se estaban haciendo los Catrasques, (apodo éste que venia de antiguo, de la familia de na Amparo), si hasta Pepico, el hijo pequeño, tenía una bicicleta.


De todos modos, Amparito seguía trabajando en un taller de cosedoras de la calle de la Paz. Allí confeccionaban trajes de novia al estilo de la región. Eran como los vestidos que ella y sus amigas usaban los domingos, pero blancos, con más sedas, más brocados y flores bordadas. Y las manteletas y delantales eran de pura seda, con pequeñas perlas cosidas formando dibujos. Dibujos que a veces hacían juego con los que llevaban las peinetas.


En el portal de al lado del taller tenía su estudio un escultor. Era un italiano joven que hacía tiempo residía en la ciudad. Todos los días a la hora de entrada y salida del trabajo, allí estaba él, en la puerta, esperando a ver llegar a Amparito. Y todos los días a las ocho menos diez de la mañana, llegaba el tranvía número siete de Ruzafa, paraba frente a la puerta, y bajaba ella con su atillo, en el que llevaba su cazuelita de barro con el arroz o el all i pebre, que su madre le preparaba para comer. El italiano, que se llamaba Giovanni, quedaba absorto ante tanta belleza, y aguantaba involuntariamente la respiración. Luego cuando ella pasaba por su lado y él volvía a respirar, inhalaba el aroma de la estela que ella dejaba a albahaca y naranjos en flor. Amparito no lo miraba, pero sabía perfectamente la admiración que causaba en el artista, y al pasar junto a él sus labios esbozaban una tímida y estudiada sonrisa.


A la hora de la comida todas las chicas sacaban sus sillas de anea a la puerta de la calle, y lo mismo hacían los artistas del taller del italiano. No se dirigían la palabra directamente, puesto que la encargada del taller las vigilaba, pero se cantaban canciones los unos a las otras tocando las mandolinas, echándose indirectas de todo tipo.
Todos menos Giovanni, que con sus ojos negros debajo del alborotado flequillo, miraba fijamente a Amparito, sin prestar atención ni a lo que ocurría a su alrededor ni a lo que comía.


Aquella tarde de mayo, en la que el aire era denso y dulce por el olor de los naranjos en flor, Giovanni esperó a ver salir a Amparito como todas las tardes. La siguió hasta la parada del siete y una vez allí, y por primera vez, le habló. Estaba completamente embarazado y azorado, pero como pudo le explicó a la joven qué era lo que pretendía. Resultaba que el arzobispo de Valencia había pensado que era una ignominia que la patrona de la ciudad, la Virgen de los Desamparados, no tuviera más imagen que la de un cuadro pintado por un desconocido, en no se sabía qué año. Así pues, había estado recaudando fondos cada misa de domingo, y ahora le había encargado a él, a Giovanni, que realizara una imagen de la Virgen Santísima. El había pensado en ella exactamente en el mismo momento en que el cura le habló del encargo, enseguida la vio con aura, resplandeciente y con un niño en los brazos. Ella era la imagen de la belleza y pureza de la Madre de Dios. Amparito se quedó sin saber que contestar. No hizo otra cosa que cogerse a la barandilla del tranvía y subir cuando ya éste se ponía en movimiento. Giovanni quedó en la calle boquiabierto mientras la veía alejarse, pero pudo escuchar a lo lejos, mezclado con el ruido de las ruedas metálicas, cómo ella le decía gritando que lo pensaría.


La mañana siguiente era sábado, y era el día en el que na Amparo y Amparito bajaban al mercado para hacer la compra. La joven se engalanaba cada sábado como si fuera de boda, y aunque su madre se extrañaba, le gustaba ir cogida del brazo de su hija hecha un brazo de mar haciendo que todos los hombres se giraran a verlas.


Como siempre, fueron primero a la parada de Visantín el Anguilero. Este mozo era un joven rubio de ojos azules y unas facciones perfectas. Era alto y de anchos hombros, y a través de su camisa abierta se podía ver e imaginar un pecho terso y duro, curtido por el arduo trabajo de perchar en La Albufera.


Cuando llegaron al puesto ya tenía las cajas preparadas con las anguilas a la vista, todas vivas y ondulantes, y a la derecha una báscula con pesas y un montón de papel de estraza.
Amparito estaba secretamente enamorada de Visantín el anguilero desde hacíaa tiempo, por eso bajaba hecha un brazo de mar, sólo por el. Y allí lo tenía de nuevo, con la camisa abierta, los pantalones dejando ver las pantorrillas, descalzo y con las manos ensangrentadas mientras troceaba las anguilas vivas, como debe de ser, para su madre.


Tenía casi siempre la vista baja, sólo la levantaba cuando na Amparo le soltaba aquellos "Vicente" que a el le sonaban tan raro, y entonces dejaba ver el azul de sus ojos. Luego él extendía sus fuertes brazos hacia ella y le entregaba el paquete con las anguilas hechas trozos y aún moviéndose. Cuando Amparito le ponía las monedas para pagarle en la palma de su mano, se la rozaba imperceptiblemente, pero sentía el calor del fuego de su carne incluso a través de los guantes de encaje que llevaba. Y entonces cuando se despedían de él, él les soltaba una tímida sonrisa dejando entrever unos dientes blancos y perfectos. La joven se pasaba luego el día esperando en el balcón que fuera la hora de cerrar el mercado, hora en la que Visantín el anguilero salía con su carro de vuelta a su casa.


Amparito suspiraba por aquel hombre. Luego, aquella noche en su cama, pensaba en él. Le gustaba imaginárselo de pie en su barca perchando por la Albufera, sin camisa. Se acercaba a la orilla donde ella, vestida con sus mejores galas, lo esperaba preparando una paella. Y así, con una sonrisa en los labios y una amargura en el corazón se dormía cada noche.


El día siguiente era el primer domingo de mayo, día en que los valencianos celebran el homenaje a su patrona, así que la familia Catrasques al completo vestida para la ocasión, iban a la catedral a llevar flores a la Maredeueta. Llegaron con el tranvía hasta la plaza de la Reina que estaba rebosante de gente en aquella luminosa y cálida mañana. La multitud se dirigía hacia la catedral, en donde, desde su torre El Micalet, las campanas llamaban a oración.


Cuando entraron en el templo aún pudieron sentarse en un banco no demasiado lejano. Amparito vio en el pasillo central al escultor que estaba como pasmado mirándola. Pero antes de que ella pudiera siquiera hacerle un gesto de saludo, él ya había salido corriendo. Al cabo de un rato vino acompañado de un cura que les pidió si por favor podían ir con él para hablar un momento.


Una vez en la sacristía, el cura les explicó que era el prelado de la catedral, que estaban construyendo en la parte de atrás una basílica en honor a la patrona, y que había encargado a Giovanni Schilacci, famoso escultor allí presente, que hiciera una talla de la Virgen. Llegado este punto, el sacerdote les sirvió a don Ximo y na Amparo una copita de moscatel. Ya con el vino pasando por las gargantas, les pidió el favor de que su hija la hermosa Amparito posara para el artista con el fin de servirle de modelo. Don Ximo casi se atraganta con el vino dulce, y antes de que pudiera decir algo, su mujer estaba ya besándole las manos al mossen, agradeciéndole el haber elegido a su niña para, tal fin. El italiano sudaba copiosamente cuando fue presentado y tuvo que darle la mano a cada uno de ellos, cuando Ilegó el turno de Amparito casi ni se atrevió a mirarla, tenía vergüenza de que los latidos de su corazón alborotado pudieran ser escuchados por todos.


Y así fue como a partir de ese lunes, todas las tardes después del trabajo a Amparito la esperaba en la puerta su hermano Pepico, para inmediatamente entrar en el taller del escultor. El primer día al entrar vieron un grueso tronco de olivo que ya había sido trabajado y dejado con una forma que podía parecer más o menos humana. A partir de ahí, el artista empleando toda clase de herramientas empezó a modelar a golpe de maza y escoplo.


Giovanni hervía de felicidad, la tenía delante de él todos los días, y podía mirarla cuanto quisiera. Lo de hablar era otra cosa. No se atrevía a decirle cualquier cosa que no estuviera relacionada con el trabajo, y por dentro el amor y la pasión lo devoraban, por las noches en la cama, solo, lloraba y gritaba de rabia e impotencia.


Mientras Amparito, ajena a todo, sólo pensaba en su Visantín el anguilero, y en como el próximo sábado podía decirle algo. Estaba absorta, siempre pensando en él. La sonrisa habitual desaparecía de sus labios, y en su rostro asomaba aquel gesto de ausencia, aquel aire misterioso que cada día, poco a poco, iba siendo reflejado en la madera blanca del olivo. Mientras, Pepico se masturbaba en un rincón del enorme estudio, mirando las esculturas griegas.


Los días pasaban y la escultura ya estaba muy avanzada. La verdad es que Amparito se sorprendió un día al verse reproducida en la madera. Hasta entonces no había imaginado que podía ser tan perfecta la copia.


Giovanni, a medida que pasaba el tiempo parecía más cansado y enfermo. Trabajaba todo el día y pasaba toda la noche sin dormir, pensando en cómo iba a decide a aquella mujer que la amaba, que no podía seguir viviendo sin ella, y que al fin moriría cuando acabase el trabajo y no volviera a tenerla. Esos pensamientos le recomían las entrañas y hacían que muchas noches bebiera más de la cuenta, hasta caer sin sentido por culpa del alcohol.


Aquel sábado de septiembre amaneció nublado, como un mal presagio. Amparito y su madre bajaron como cada semana al mercado, y la joven suspiró aliviada al ver que en su parada estaba Visantín el anguilero. Al acercarse notó una diferencia con respecto a todos los demás días. Visantín estaba erguido, con los brazos en jarras como en una postura desafiante. Parecía un dios griego, tan apuesto y con aquellas anguilas moviéndose bajo de él. La camisa desabrochada como siempre, dejando ver una buena porción de aquel torso dorado por el sol. Cuando se acercaron, Amparito estuvo a punto de caer de la emoción, ya que las miraba abiertamente con sus ojos azules y con una increíble sonrisa en sus labios. Na Amparo le dijo que parecía muy contento aquella mañana, y él le contestó que sí, que lo estaba porque habían decidido él y Nelo, su mejor amigo, alistarse para la guerra de Filipinas. Ahora sí que caía Amparito, y no precisamente de alegría. Tuvo que agarrarse fuerte a su madre para no caer. Sintió que todo se oscurecía y que los sonidos del mercado habían cesado. Entonces miró a Visantín con ojos suplicantes esperando una respuesta de él, pero Visantín no pareció entender el mensaje de aquella mirada, y sonriendo, le entregó el paquete de anguilas chorreante. Amparito se dio la vuelta con el paquete en las manos como si llevara un ramo de flores, sabía, y no se equivocaba, que aquella era la última vez que veía a Visantín el anguilero. El joven murió abrazado a su amigo en el primer combate en el que se vieron envueltos.


Era el último día de posar para Giovanni. Cuando llegaron al estudio estaba completamente ebrio. Al ver a Amparito comenzó a llorar. Ella al ver el estado en el que se encontraba cogió a su hermano y dio media vuelta para salir, pero el escultor agarró al crío de los pelos y lo lanzó a un rincón. Luego la cogió a ella entre los brazos y completamente fuera de sí empezó a besarla y manosearla, mientras repetía sin cesar que la quería. Le rompió la ropa mientras la chica gritaba y se defendía como podía. La arrojó al suelo y se echó sobre ella. En ese momento, Pepico le atizó un tremendo golpe con un madero que estaba preparado para una cruz de un Santo Cristo. Huyeron despavoridos.


El mayo siguiente en la primera procesión de la nueva virgen, Giovanni estaba tirado en el suelo en la calle borracho como siempre, cuando de pronto vio a la virgen, pero a quien vio fue a su Amparito. Saltó como un loco sobre la imagen y quienes la portaban y empezó a blasfemar y a golpearla con una botella. Murió esa misma tarde en una clínica, a causa de los golpes recibidos por lo devotos fieles.


Amparito se fue a vivir a Albacete, a El Bonillo, donde conoció a un joven estudioso del milagro llamado Sebastián el bien plantao, que si bien no era tan guapo como Visantín el anguilero, si fue un buen esposo y padre de sus hijos.


Valencia, 17 de mayo de 1.996



¿Continuará?

8 comentarios :

Fenecillo dijo...

la historia me recuerda a la Maredeuta de la piquer.
Curiosamente la mitad de mis genes son bonilleros, ya que mi madre es de alli
"Con boina o con montera, de El Bonillo o de Munera, pero si es cabezudo, de El Bonillo seguro"
De ahí heredé mi testa ;)

Mocho dijo...

¡Un testimonio bonillero!

El interés piadoso-antropológico de esta serie de relatos está más allá de toda duda.

Peritoni dijo...

JAJAJAJAJAJAJAJA ayporfaaaaaaavor!, que pensé que se había perdido en el pasar de los tiempos!, jajjajajajajjajajajaja
y
jajajajajajajjajaja

Sor Presa del Pánico dijo...

Conocí yo recientemente a un vecino de Barrax, próximo a la citada villa de El Bonillo, que maravillome con su devoción y piadosa entrega.
Preciosos relatos, no como esos plagados de corrupción y de vicio que deambulan por ahí.

Mocho dijo...

Te lo dije, papatoni, vaciar una casa TIENE MUCHO PELIGRO.

Sor Presa, gracias por sus alabanzas, espero sepa reconocer en la ilustración de hoy a su colega americana canonizada.

Landahlauts dijo...

Preciosa historia transmisora de valores éticos y cristianos.

Pero con esa letrilla tan chica... tu lo que quieres es que nos quedemos ciegos, no????

Que uno va teniendo ya una edad!!!

pon dijo...

The mother of the lamb y del Santisimo Niño del Remedio!!!!

El Peri me ha enviado acá a ver tus relato bonillero y me he quedado toda tránsida y temblorosa cual flan chino mandarín.
Continuará???? eso espero.

ARTURO MANFREDI dijo...

mocho eres la canya de picanya, el relato saca de mis adentros lo mas botifler y petardo.
Genial
desde mi armario muchos besos

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